Fulgencio Sánchez estaba muy grave, muy malito: se estaba ya muriendo. Era muy mayor y tenía una larga colección de achaques y enfermedades. Entre otras, una demencia muy avanzada. Estaba ingresado en una UCI, lleno de tubos, de viales, masivamente medicado y rodeado de montones de monitores con gráficas y números, para vigilar sus constantes vitales: el equipo médico que le atendía no quería tirar la toalla, se había propuesto, costara lo que costara, conservarle la vida. Claro, para esto están los médicos, para conservar las vidas. Y consiguieron su objetivo: de momento, Fulgencio Sánchez no murió, de modo que pudo proseguir su doloroso y demente deterioro.
Fue así como Fulgencio Sánchez finalmente pudo conseguir aquello que había indicado que era su deseo, tal como había consignado, con absoluta claridad, en su Testamento Vital o Documento de Voluntades Anticipadas: que cuando su deterioro físico y mental ya fuera severo, le aplicaran la eutanasia.
Se desconoce si el encargado de llevarla a cabo fue alguno de los médicos de la UCI que le sometió al encarnizamiento terapéutico por el que poco antes había pasado.