El Gran Hermano, buscando nuevas fórmulas para conseguir el control social absoluto, tenía en mente la posibilidad de implantar en el cerebro de todos sus súbditos un microchip, para así poder monitorizar todos los pensamientos, sentimientos, intenciones, acciones y movimientos de la ciudadanía.
Pero sus asesores argumentaron que dicha medida no sería popular, y que con toda seguridad generaría malestar social, incluso posibles disturbios y revueltas. Y que por lo tanto, era preferible no precipitarse, actuar con cautela y pensar en otras opciones.
Dijeron que había una alternativa probablemente mucho mejor que el microchip cerebral. Expusieron que había un nuevo invento, el teléfono móvil, que ofrecía muchas posibilidades de control, y que si se promocionaba mínimamente, sería muy fácil que todo el mundo deseara tenerlo y utilizarlo.
Tras estudiar distintos aspectos de la nueva propuesta, finalmente esta fue la opción escogida y, en poco tiempo, la práctica totalidad de la población ya tenía uno.
A partir de entonces, a la Megacomputadora del Gran Hermano empezó a llegar de forma cada vez más masiva un aluvión de datos, los cuales, procesados adecuadamente por distintos programas de Inteligencia Artificial, fueron configurando perfiles detalladísimos de todos y cada uno de los ciudadanos. Incluso, por ejemplo, si el papel de váter lo preferían de doble capa o solo una.
El éxito fue total, mucho mejor del esperado, por encima de las previsiones iniciales más optimistas. Lo demostraban claramente las imágenes de las cámaras de videovigilancia instaladas en los autobuses, en los trenes, en las calles, en los bares, en las peluquerías, en todas partes. Todas mostraban las mismas imágenes: en todas partes, la gente agarrada a su aparato, absorta mirando la pantalla, o tecleando algo frenéticamente. Generando infinidad de datos que mediante las redes inalámbricas se iban transmitiendo de forma silenciosa y sin descanso a la Megacomputadora del Gran Hermano.
La gente se sentía feliz con su nuevo juguete. Nadie albergaba sospechas, ya que los manejos del Gran Hermano quedaban invisibles tras las pantallas centelleantes de los teléfonos que todos y cada uno de los ciudadanos poseían.
Mientras, el Gran Hermano se frotaba las manos de satisfacción, ya que ahora, con todos los datos que iba recopilando, conseguidos además sin presiones ni disturbios, ya tenía el poder necesario para manejar con guante blanco y mano de acero el control social total.