15 noviembre 2018

Sabañones y reyes

Me lo contaba ya hace muchos años mi tía María, mientras se frotaba los sabañones de tanto lavar en el río. Y cuando ella me lo contaba, mi tío Manuel asentía, mientras se ponía ungüento en las manos, agrietadas hasta sangrar de tanto empuñar el arado. Decía mi tía María:

A mí no me parece mal que haya un rey, y que asuma las responsabilidades institucionales de su cargo. Pero este rey que a mí no me parecería mal, por su trabajo de rey tendría que cobrar sólo el salario mínimo interprofesional. Para dar ejemplo.

Por la mañana, para ir a su lugar de trabajo, que desde luego no haría falta que fuera un palacio, podría ir andando. O en bicicleta. O hacer cola en la parada y coger el autobús. Nada de coches oficiales y chóferes. 

Si también tuviera que trabajar por las tardes, se podría llevar a la oficina la fiambrera y el termo, con la comida y el café. Y si pasara hambre, si con la paga mínima no le llegara el dinero para comprar suficiente comida, podría ir al banco de alimentos.

Si estuviera enfermo, pediría hora en el Centro de Atención Primaria. Y se esperaría a que le tocara su turno. Y si se tuviera de operar de alguna cosa, tendría que ponerse en la lista de espera correspondiente.

Un rey así, claro está, sería un buen rey. Porque educaría con el ejemplo, que es la única manera de educar bien, de forma convincente.

Pero si un rey así no puede ser, porque no hay candidatos a rey si ejercer como tal implica hacerlo de esta forma ejemplar, no soy partidaria tampoco de ningún sistema republicano. Excepto en el caso, claro está, que tratara a su presidente como al rey inexistente. 

Porque en una monarquía, o en una república, o en lo que sea, hay una cosa que nunca, nunca, nunca cambia. Esta: que sólo se educa con el ejemplo. Y el ejemplo de un rey, o de un presidente de gobierno, debería ser siempre un ejemplo del todo ejemplar. Exento de soberbia, de avaricia, de pompa, de tontería y de engreimiento.

Sí, esto me lo contaba hace ya muchos años mi tía María, y si luego se lo mencionaba, me lo repetía, una vez más, y mi tío Manuel, que escuchaba, asentía.