Arnoldo Falcone era un empresario del sector de la alimentación especializado en comidas envasadas que empezó a detectar un descenso sostenido de las ventas. De natural precavido, pensó que debía hacer algo, para evitar llegar a un eventual colapso de su empresa.
Solicitó los servicios de una consultoría especializada en reorientaciones empresariales, la cual, después de los pertinentes estudios de mercado, llegó a la conclusión que aquel mercado de la comida envasada estaba muy saturado, con la agravante que últimamente también se habían ido introduciendo en él grandes multinacionales, con las cuales era imposible competir.
Pero quedaba una opción, le dijeron. Si quería seguir en el sector de la alimentación, podía especializarse, identificar un sector todavía poco explotado, preferentemente un colectivo de clientes con alto poder adquisitivo, que buscara la excelencia en el producto, y que se pudiera permitir elevados gastos en alimentación. Le dijeron que, probablemente, el colectivo que más encajaba con estos requisitos... eran los perros de marca, de familias ricas.
A Arnoldo Falcone no le sorprendió nada, todo esto, ya lo había barruntado. Además, pensó que no tenían por qué ser solo los perros de lujo de las clases altas, los clientes-diana de una operación de este tipo, sino que también tenían cabida los perros de las clases medias, ya que sus dueños, con relación a sus perros, en general no reparaban en gastos, a la hora de satisfacer los deseos de los miembros perrunos de sus familias.
Arnoldo Falcone lo vio claro: abandonó progresivamente la elaboración de comida para humanos y se puso a elaborar comida para perros. Desde luego, para sus nuevos productos buscó ingredientes de primerísima calidad, porque a un perro de lujo no se le puede dar cualquier cosa. Pero, sobre todo, lo que hizo Arnoldo Falcone fue multiplicar por diez el personal contratado de la empresa dedicado a publicidad y márquetin. Porque era obvio que, del producto que elaborara, lo más importante no sería la comida, sino (este era el secreto, la clave) todo aquello que no era comida: la marca, la palabrería sobre ingredientes procedentes de agricultura y ganadería ecológicas, las referencias generales a la protección del medio ambiente, los colorines de las bolsas y los envases... Y, muy importante, fundamental: un discurso ético y filosófico que avalara sus productos para perros. Porque los amos de los perros de lujo o semi lujo no eran nada tontos ni frívolos. Al contrario, eran gente muy informada, incluso puntillosa, con estas cosas de la coherencia y la responsabilidad en tanto que ciudadanos de la "aldea global", este planeta en el que todos y todas vivimos.
El caso es que la reorientación fue un acierto, y la nueva linea de producción un éxito. La empresa iba viento en popa y, a la vista de los excelentes resultados, Arnoldo Falcone fue ampliando progresivamente su lista de productos y servicios. De hecho, con el tiempo incluyó en su catálogo "todo lo que pudiera necesitar un perro para ser feliz": fiestas de aniversarios y pipicanes móviles, excursiones al extranjero según las preferencias de las distintas razas, servicios médicos hospitalarios y a domicilio, taxis adaptados para las visitas a la peluquería, al masajista o al dentista, tampones vaginales y pañales adaptados a las dimensiones de las distintas razas, asistencia especializada durante la tercera edad, acompañamiento psicológico y espiritual en momentos de crisis (por ejemplo, cuando una perra pierde inesperadamente uno de sus cachorros), etc.
Al cabo de unos años, Arnoldo Falcone se había convertido en trillonario, y cuando entonces le llegó una suculenta oferta de compra por parte de una gran multinacional, que le ofrecía todavía más trillones, no tuvo dudas, y cerro el trato.
A partir de entonces, Arnoldo Falcone se dedicó a hacer lo que hacía años anhelaba hacer, y que no había podido hacer a causa de la necesidad de pilotar y supervisar en todo momento su empresa. Se dedicó a viajar, sobre todo, a determinados países.
Un año iba a China, otro a Vietnam, otro a Laos, o a Burkina Faso, o a Nigeria, o a Ghana... siempre con el mismo objetivo, con el mismo anhelo reprimido durante años, con la misma pulsión hasta entonces insatisfecha: comer carne de perro, en un lugar en el que nadie le criticara por hacerlo, ya que allí era lo más normal, tan normal como aquí comerse un muslo de pollo o una hamburguesa de tofu y seitán.